Corría el mes de agosto del año 1994 y el pueblo mexicano salía a las urnas a elegir a su próximo presidente. Según cifras oficiales, más del 48 porciento de los votantes elegían a Ernesto Zedillo, haciendo que el famoso «cambio» tuviera que esperar al menos 6 años más.
Como seguramente se imaginarán, yo era un niño que apenas entraba a primaria, que no tenía ni la más mínima puta idea de lo que era la política. De hecho, ahora que lo pienso, tengo 26 y sigo en las mismas, pero ese es otro tema.
Un domingo de elecciones es un día diferente, hecho con otro molde, y a temprana edad no tuve problemas en notarlo. Recuerdo haber acompañado a mis padres a votar y sin duda lo que más llamó mi atención fue la mancha que se coloca en el pulgar para dar constancia de que ya se votó.
Después de pasar por las casillas fuimos a comer a casa de mi abuela, donde noté que una tía también contaba con la mancha en su dedo. De manera casi instantánea señalé que esto era producto de su participación ciudadana en el proceso democrático, pero en vez de contestarme positivamente, me dio una cruel respuesta que recuerdo con terror cada tres años…
Bromeó conmigo al decirme que su dedo se había embarrado de cagada al tratar de limpiarse, y posteriormente amagó con embarrarme los supuestos residuos de excremento que quedaban en su pulgar. De manera ágil lo evité, pero era demasiado tarde… El trauma ya estaba ahí.
Hoy, después de haber cumplido mi deber ciudadano, observo mi dedo con singular temor. Me es inevitable recordar aquellos momentos, mismos que provocan una sensación de asco recorriendo mis entrañas.